viernes, 27 de octubre de 2017

Independentismo; dolor y placer

Recuerdo haber leído en alguna u ocasión -y si no, me lo voy a inventar ahora mismo- que una de las razones por las que los monopolios están justificados en términos económicos consiste en asumir que determinados servicios o productos esenciales, cuya provisión implica incurrir en costes e infraestructuras cuantiosísimas, no pueden ser garantizados por la empresa privada atendiendo a los impedimentos financieros que acabo de citar, y que si no es el estado o el sector público quien se responsabiliza del suministro de dichos bienes o servicios, entonces nadie, absolutamente nadie, asume tal responsabilidad. Y sucede también que ciertos sectores económicos como la banca, la energía, las telecomunicaciones o el transporte, sectores que, recordemos, en sus inicios nacieron como monopolios estatales no solo por las anteriores razones económicas, sino también por causas de tipo estratégico, acaban siendo transferidos al sector privado invocando principios de “eficiencia productiva” u otros por el  estilo, como veis siempre empleando terminología de carácter tan bello como persuasivo. Al final, el control de dichos sectores recae en un número muy reducido de manos, cuyo poder para influir en el conjunto de la sociedad y en el desarrollo económico de la misma se multiplica exponencialmente, y resulta que incluso en aquellos casos en los que el estado delimita con responsabilidad la cesión de los márgenes máximos de actuación, terminan produciéndose abusos en el ejercicio de la autoridad transferida con un resultado neto negativo a la hora de comparar la “eficiencia social” y la “eficiencia productiva”. Todo esto viene a cuento de los mecanismos que la mayoría de los estados actuales implementa en connivencia con determinadas élites -pero pongámosle también el nombre de personas o familias concretas, que provienen del aparato franquista, que descienden de estirpes privilegiadas, etc…-, exclusivamente con el fin de monopolizar el funcionamiento de […]

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