de Francisco López Peña
Durante los primeros años de la crisis todos pudimos leer en la prensa, ver en la televisión o escuchar en la radio, noticias de una retahíla de inversiones públicas fracasadas o con importantes sobrecostes. Las cifras que iban apareciendo eran realmente preocupantes. Aunque después de aquello se podía suponer, razonablemente, que las estadísticas oficiales cuantificarían el problema, lamentablemente, no ha sido así. Parece como si se hubiera optado por correr un tupido velo sobre las informaciones negativas y pasarlas al olvido. No creo que esto sea acertado, ya que debemos aprender de los errores y, sobre todo, los gestores públicos deberían poder ser evaluados por los ciudadanos, y ser apartados de sus funciones si no dan un nivel mínimo de competencia y capacidad profesional. Pero, además, los economistas tenemos una obligación intelectual de profundizar en este problema y sacar conclusiones.
Lo primero que debemos recordar es que las pérdidas por catástrofes naturales, por obsolescencia imprevista o por abandono de instalaciones no forman parte del PIB, ni de la formación bruta de capital (FBC), ni de la Formación neta de capital (FNC). La FBC recoge la variación de la formación bruta de capital fijo y de las existencias. La FNC se calcula descontando el consumo de capital fijo de la formación bruta de capital. El consumo de capital fijo es la pérdida del valor de los activos fijos que se poseen, como resultado del desgaste normal y de la obsolescencia; este consumo se calcula por el método de amortización lineal, a una tasa constante durante toda la vida útil del bien, pero no incluye las variaciones imprevistas de valor.
Aunque tanto la FBC como la FNC recogen flujos, la contabilidad nacional no incluye todos los flujos económicos, sino solo aquellos que denomina operaciones; la mayor parte de ellas son interacciones entre dos o más unidades institucionales. Los flujos que el Sistema de Cuentas Nacionales Europeo no considera operaciones se recogen como otras variaciones de los activos y pasivos en las cuentas de acumulación. Aquí se incluirían, por ejemplo, el descubrimiento de recursos naturales del subsuelo, el agotamiento de recursos naturales, las pérdidas debidas a catástrofes, la degradación de los activos fijos no contabilizada en el consumo de capital fijo o el abandono de instalaciones de producción antes del inicio de su explotación. Estos flujos no son resultado de operaciones porque su variación no se debe a un fenómeno puramente económico, ni, generalmente, a la interacción voluntaria de dos unidades institucionales.
El problema está en que el INE no da información de esas otras variaciones de activos y pasivos que no implican operaciones, y no lo hace porque, en lo que respecta al sector público, no dispone de esta información, como veremos a continuación. Una parte de la información recogida en la contabilidad nacional se obtiene por métodos indirectos, pero la parte del sector público refleja la información consolidada que aporta al INE la Intervención General de la Administración del Estado, que consta de dos partes diferenciadas: las Cuentas de las Administraciones Públicas y las Cuentas de las Sociedades No financieras Públicas. Si las analizamos, no veremos ningún atisbo del despilfarro generado en la etapa de boom económico.
Las cuentas del subsector Sociedades No Financieras Públicas, que forma parte en la contabilidad nacional del sector Sociedades No Financieras, se obtienen a partir de las cuentas de las sociedades públicas y organismos públicos empresariales, elaboradas de acuerdo con el Plan General de Contabilidad; el sector Administraciones Públicas obtiene la información de acuerdo con el Plan General de Contabilidad Pública. Los dos planes de contabilidad dictaminan la obligación de contabilizar el deterioro del valor de los activos, si éste se produce. El problema está en que no se contabiliza.
Con la asunción en España (como en el resto de la Unión Europea) de las Normas Internacionales de Contabilidad, se produjo un cambio trascendental en la planificación contable: la sustitución de los valores históricos para valorar activos fijos y pasivos por el valor razonable, debiéndose contabilizar cualquier disminución de valor. En el caso de los activos fijos sobre los que exista sospecha de que han perdido valor, habrá que determinar a fin del ejercicio el valor de mercado (valor razonable) y compararlo con el valor actual de los flujos de efectivo esperados (valor en uso); el mayor de ambos valores será el que se tome en contabilidad y si es menor que el que figuraba en las cuentas de la empresa del ejercicio anterior, habrá que contabilizar el deterioro que se ha generado en el valor del activo. Con este cambio, la contabilidad debería reflejar la realidad económica y, a primera vista, debería dar una información relevante del sector público que permitiera conocer todas las inversiones fallidas. Pero en realidad no ha sido así.
El sector de contabilidad nacional Administraciones Públicas produce básicamente bienes públicos que, por su propia naturaleza, no generan flujos de efectivo, por lo que se toma como referente el valor de reposición (coste de reponer el potencial bruto de servicio) y cuando es inferior al valor contable, se contabiliza el deterioro de valor. Ello implica que cuando haya indicios de que un activo no cumple las funciones para las que ha sido creado, o lo hace con un sobrecoste, debería encargarse un estudio técnico para determinar su verdadero valor. Históricamente ningún gestor público ha tenido el más mínimo interés en reconocer un deterioro de valor en un activo.
Más chocante es el caso de los Organismos Públicos Empresariales (en este caso, sí se generan flujos de efectivo), que se integran en el subsector Sociedades No Financieras Públicas, ya que, por ley, deben aplicar las normas de valoración del Plan General de Contabilidad. Pero una orden ministerial de hace casi diez años (EHA 733/2010 de 25 de marzo) se salta lo dispuesto en un decreto (el que aprueba el Plan General de Contabilidad) y crea unas normas específicas de valoración que, en la práctica llevan a que no se registre ningún deterioro del valor de los activos en estos organismos.
La transparencia en una democracia no debe significar llenarnos de información imposible de analizar, sino dar la información relevante para que los ciudadanos puedan entender las decisiones públicas y evaluar a sus gestores. No parece lógico que un ayuntamiento, una comunidad autónoma o el Estado hagan un uso equivocado del dinero público y los ciudadanos no puedan saber qué pasó con su dinero. Como tampoco lo parece que un gestor de un ente público pueda publicitar como capacidad inversora lo que en realidad no ha sido tal, sino mero gasto improductivo.
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