miércoles, 11 de diciembre de 2019

Mi hermano está loco, o el verdadero problema de la Política Agraria Común

De Fernando Collantes

Alvy Singer, el protagonista de Annie Hall, resume al final de la película lo que ha aprendido sobre las relaciones de pareja: “Recordé aquel viejo chiste… Aquel del tipo que va al psiquiatra y le dice: ‘Doctor, mi hermano está loco. Cree que es una gallina’. Y el doctor responde: ‘Pues, ¿por qué no lo mete en un manicomio?’ Y el tipo le dice: ‘Lo haría, pero… ¡necesito los huevos!’”. Estaba bastante avanzado en la elaboración de mi libro sobre la Política Agraria Común (aquí) cuando caí en la cuenta de que la argumentación que estaba intentando construir tenía mucho en común con la del personaje de Woody Allen.

El libro no critica la PAC desde la óptica liberal según la cual la mayor parte de intervenciones públicas en los mercados generan ineficiencias y, por tanto, son negativas. De manera muy sugerente, el historiador económico Giovanni Federico explica (aquí) lo que a su juicio son los problemas de la PAC partiendo de un recordatorio básico de “Econ 101” (lo que en la mayor parte de nuestras facultades vendría a ser “Microeconomía I”) sobre las bondades de los mercados autorregulados y las pérdidas de bienestar que se derivan de las intervenciones públicas ineficientes. Este libro no va por ahí. Tras considerar en su contexto histórico los costes de la PAC para los consumidores y los contribuyentes europeos, llego a la conclusión de que estos costes fueron más moderados y menos graves de lo que normalmente se sugiere. También llego a una conclusión similar en relación a otra de las acusaciones que comúnmente se han formulado contra la PAC: la de que genera graves impactos sobre el desarrollo de los países pobres. La PAC no parece demostrar unas limitaciones supuestamente inherentes al modelo europeo de “capitalismo coordinado”, por emplear la expresión de Barry Eichengreen (aquí). ¡Aviso importante!: no hace falta que estés de acuerdo con este párrafo para seguir adelante.

El verdadero problema de la PAC es la baja calidad de la coordinación que introduce en el funcionamiento del capitalismo europeo. Como muestro en el libro, la Comisión Europea lleva medio siglo posicionando sucesivas versiones de la PAC dentro de un espectro de valores políticos ampliamente compartidos por la mayor parte de ciudadanos europeos. Una y otra vez, los Eurobarómetros de la Comisión (por ejemplo, aquí) nos muestran una opinión pública que mayoritariamente apoya la PAC porque entiende que es una traslación al ámbito agrario de los valores del “modelo económico y social europeo” consagrado en el Tratado de Lisboa y que en realidad ha venido formando parte del discurso pro-europeo desde los inicios del proceso. Los ciudadanos europeos, como Alvy Singer en Annie Hall, queremos los huevos: queremos una intervención pública que mejore la renta de los agricultores, favorezca la sostenibilidad ambiental de nuestro sector primario y promueva el desarrollo de las zonas rurales.

El problema, como al final de Annie Hall, es que, claro, nuestro hermano en realidad no es una gallina. La mayor parte de europeos querríamos una política que actuara como “Estado del bienestar agrario”, por tomar la expresión del politólogo Adam Sheingate (aquí), pero, más allá de la retórica de la Comisión, la PAC nunca ha estado diseñada de acuerdo con criterios de equidad y siempre ha beneficiado a los grandes actores de la cadena agroalimentaria. Hoy día en España, por ejemplo, en torno al 80 por ciento de las subvenciones directas concedidas a los agricultores es absorbido por apenas un 20 por ciento de grandes perceptores. Más allá de ocasionales apelaciones retóricas a mejorar la equidad de cada nueva versión de la PAC, este orden de proporción viene manteniéndose sorprendentemente estable a lo largo del tiempo y el espacio a lo largo de la historia de la PAC.

La mayor parte de europeos también querríamos una política verde, que hiciera de la agricultura europea una actividad medioambientalmente sostenible (lo que no es hoy), y una política de promoción del desarrollo rural, que fortaleciera la base económica de las comunidades rurales y contribuyera a que estas pudieran conjurar la amenaza de la despoblación. Pero, más allá del giro retórico dado por la Comisión en el último cuarto de siglo para incorporar estas dimensiones a su discurso, lo cierto es que el balance histórico y presente de la PAC en estos ámbitos es muy pobre. La PAC “clásica” (1962-1992) contribuyó de hecho a apuntalar un modelo industrial de agricultura cuyas consecuencias medioambientales aún siguen entre nosotros, y la PAC reformada del último cuarto de siglo apenas ofrece unos tenues incentivos para que los agricultores transiten hacia un modelo verdaderamente sostenible. Por otro lado, la mayor parte del pomposamente llamado “segundo pilar” de la PAC, en principio destinado al desarrollo rural, es utilizado por los Estados miembros para fines puramente agrarios, cuando en realidad la agricultura es ya una parte muy pequeña de la economía rural y su capacidad para retener población en el medio rural es de todos modos muy limitada (como explicábamos aquí).

Mi visión del proceso político que ha dado lugar a este pobre balance puede resumirse en que, para la mayor parte de políticos implicados en la PAC a lo largo de la historia, conseguir una buena PAC en términos sociales, medioambientales o territoriales ha sido casi siempre algo secundario: un buen eslogan de comunicación pública, pero no un auténtico objetivo por el que luchar. No es solo que, como quizá muchos lectores de este blog pensarán automáticamente, los políticos agrarios han tenido y continúan teniendo un vínculo demasiado fuerte con las organizaciones agrarias, siempre partidarias de una PAC que ofrezca el mayor apoyo posible a los agricultores con la menor cantidad posible de restricciones productivas, ambientales o territoriales. Es también el hecho de que los mal llamados “intereses nacionales” han pervertido la búsqueda de la mejor PAC posible prácticamente desde el inicio. En particular, las sucesivas reformas del último cuarto de siglo han topado una y otra vez con los límites planteados por las resistencias de aquellos Estados que han sentido que su pedazo de la tarta podía disminuir si se aplicaban criterios sociales, ambientales o territoriales más exigentes y, probablemente, más razonables desde una óptica pan-europea. Los políticos han percibido la PAC ante todo como una maquinaria redistributiva en la que lo crucial es maximizar los fondos atraídos hacia el propio país. Por desgracia, la opinión pública en buena medida les ha seguido en este punto, reforzando sus incentivos a comportarse de tal manera.

La respuesta al euro-escepticismo que viene propagándose en los últimos tiempos no puede consistir en apelar ingenuamente a unas virtudes con frecuencia no demostradas del proyecto europeo, sino que debe basarse en una profunda reforma de las instituciones y políticas de la Unión. En el caso de la política agraria, la historia pone seriamente en duda que la red europea de políticos vinculados a la agricultura pueda impulsar tal reforma, por lo que sería preferible que la PAC se disolviera en una política alimentaria más amplia y eficaz, así como en las distintas políticas medioambientales y territoriales que otras redes diferentes de la agraria vienen gestionando desde hace tres décadas. Los pro-europeos necesitamos que el capitalismo coordinado “a la europea” funcione y esté a la altura de la promesa que para la ciudadanía contienen sus valores. En caso contrario, solo terminaremos esgrimiendo eslóganes tan vacíos y simplistas como los que hoy lanzan los euro-escépticos.

Fernando Collantes es profesor titular de historia socioeconómica en la Universidad de Zaragoza. Sus principales temas de investigación son el sistema alimentario, el desarrollo rural y las políticas agrarias.



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