domingo, 29 de septiembre de 2019

Ilusiones con las pensiones

Recientemente he escrito dos artículos sobre el sistema español de pensiones. Uno ha aparecido en un libro coordinado por José Antonio Herce y recoge los puntos de vista de numerosos investigadores y expertos. Otro será publicado, también junto con otras contribuciones muy variadas, en el próximo número de Papeles de Economía Española, coordinado por Eduardo Bandrés, gran conocedor de las políticas públicas en España.

Aunque este tipo de artículos no dan puntos en los curriculum vitae académicos (ridiculum vitae los llamaba el muy añorado Eduardo Ley, DEP), tienen un valor añadido importante para sus autores: la necesidad de reflexionar sobre cómo transmitir a un público amplio, no necesariamente conocedor del tema en cuestión, las principales cuestiones sobre las que la investigación ha alcanzado (o no) un cierto consenso y las que han de ser investigadas para contribuir a mejorar las políticas económicas y sociales.

En este caso, la escritura de esos dos artículos y discusiones posteriores con colegas (y, sin embargo, amigos) me han servido para confirmar que hay ilusiones con las pensiones que se resisten a desaparecer. Describiré cinco que me parecen evidentes, pero seguramente persisten algunas más.

La ilusión de la sustitución de rentas

El dividendo demográfico (crecimiento de la población en edad de trabajar superior al de la población jubilada) se ha evaporado. A pesar de ello, se sigue contemplando la posibilidad de que las pensiones públicas contributivas de jubilación sustituyan casi completamente a las rentas laborales. Tras la reforma de 2011 y con la de 2013 en suspenso, España sigue teniendo, normativa y efectivamente, tasas de sustitución muy elevadas en comparación con otros países de nuestro entorno. Y las cuentas no salen: una simple identidad muestra que la máxima tasa de beneficio (la ratio pensión media/salario medio) que se puede ofrecer es igual al producto del tipo efectivo de las cotizaciones sociales y la tasa de empleo dividido por la tasa de dependencia (la ratio entre la población que recibe la pensión y la población en edad de trabajar). Pongan números: incluso con una tasa de empleo del 70% y un tipo efectivo de las cotizaciones sociales del 25% (ambos muy superiores a los valores actualmente vigentes), si la tasa de dependencia alcanzara el 50% (lo que según todas las previsiones demográficas sucederá con toda probabilidad pronto), la tasa de beneficio debería ser del 35% (en la actualidad está cerca del 50%). Reducir dicha tasa para restaurar la sostenibilidad financiera pasa por disminuir las tasas de sustitución de las pensiones contributivas (la ratio entre pensión y último salario percibido, que, en media, es del 80% aproximadamente en la actualidad) o por retrasar la edad de jubilación (más allá del incremento gradual previsto hasta los 67 años). En otras palabras, no podemos seguir aspirando a que las pensiones de jubilación públicas cubran una parte tan elevada de nuestras rentas laborales durante periodos de jubilación cada vez más largos.

La ilusión de la financiación mediante impuestos generales

Ante las dificultades financieras, se apela al uso de impuestos generales para financiar las pensiones contributivas. Creo que esto también es una ilusión, por dos motivos. Uno es que el margen disponible para utilizar impuestos generales o deuda pública (impuestos generales futuros) para financiar las pensiones es escaso. El déficit estructural todavía es significativo (posiblemente, superior al 2,5% del PIB), la ratio de endeudamiento puede superar (por mucho y muy pronto) el 100% del PIB si la ralentización económica en ciernes acaba materializándose (y, en algún momento, lo hará y cuando lo haga se producirá más rápidamente que lo esperado), y no parece haber apetito por una reforma fiscal que restaure la eficiencia y la suficiencia del sistema tributario.

Otro es que, conceptual y jurídicamente, es un grave error financiar pensiones contributivas (que ofrecen prestaciones diferentes en función del historial laboral) con impuestos generales (a los que, en principio, todos aportamos bajo las mismas reglas). Como medida temporal, para financiar déficits transitorios, puede recurrirse a los impuestos generales para complementar a las cotizaciones sociales en la financiación de las prestaciones contributivas, tal y como se está haciendo en la actualidad con los créditos del Tesoro a la Seguridad Social. Pero ni las dificultades financieras del sistema de pensiones son transitorias, ni cabe pensar que tal medida pueda y deba ser permanente ni definitiva.

La ilusión de la productividad

Otra solución a la que se suele apelar es el crecimiento de la productividad. Apoyándose en los posibles desarrollos de la robótica y de la inteligencia artificial, se llega a plantear, incluso, un escenario en el cual “los robots pagarán nuestras pensiones”. También esto es una ilusión por, al menos, tres motivos: i) el crecimiento de la productividad durante los últimos años no ha hecho otra cosa que disminuir (como hemos discutido recientemente), ii) la Revolución Industrial 4.0 no garantiza crecimientos más elevados de la productividad en el largo plazo (por las razones apuntadas aquí y aquí) si el efecto negativo del envejecimiento de la población sobre la innovación tecnológica no se compensa con medidas que aumenten la magnitud y la eficacia de las inversiones en I+D (algo sobre lo que he recibido otro encargo de articulo que tendré que atender en las próximas semanas) y, finalmente, iii) incluso si la productividad aumentara no sería posible que las pensiones contributivas de jubilación mantuvieran tasas de sustitución de las pensiones similares a las actuales, entre otras razones porque dichos aumentos se trasladarían a aumentos de salarios que, consecuentemente, generarían derechos más elevados (algo que se olvida con frecuencia pero que ya en este blog se avisó hace casi una década).

Conviene, no obstante, hacer una aclaración. El mundo es mejor si la productividad aumenta. La suficiencia de las pensiones se puede garantizar con crecimientos de la productividad, aun reduciendo su tasa de beneficio. Dicha suficiencia se alcanza con prestaciones asistenciales para erradicar la pobreza y con complementos de mínimos a las pensiones contributivas que, en este caso, sí deben financiarse con impuestos generales.

La ilusión de la capitalización

Finalmente, se apunta que el mantenimiento de la renta durante la vejez puede conseguirse con la acumulación de ahorro para la jubilación, mediante los tradicionales planes individuales o colectivos de jubilación o, bajo iniciativas más novedosas, con aportaciones voluntarias asociadas a transacciones comerciales de distinta índole.

Incluso dejando de lado el problema de la “generación perdida” (la que tendría que financiar las pensiones de la generación anterior por el sistema de reparto y al mismo tiempo ahorrar para financiar su propia jubilación), aspirar a acumular un capital suficiente para complementar sustancialmente las pensiones públicas de jubilación es una quimera. Primero, en un contexto de bajos tipos de interés, que parece que durará, el volumen de ahorro necesario está fuera del alcance de la mayoría de las familias (sobre todo con comisiones en los planes de pensiones ridículamente elevadas). En segundo lugar, resulta muy difícil diseñar medidas que incentiven dicho ahorro (y, desde luego, las desgravaciones fiscales por aportaciones a fondos de pensiones no son, ni de lejos, la mejor de las alternativas disponibles). Y, en tercer lugar, aun cuando se constituyera ese capital, se habría resuelto solo la mitad del problema. La conversión de ese capital en rentas vitalicias (la “desacumulación”) en un contexto de bajos tipos de interés y longevidad creciente plantea, incluso, dificultades mayores que las asociadas a la constitución del capital necesario para la jubilación.

El Pacto de Toledo

 Ante estas cuestiones fundamentales se sigue recurriendo a la Comisión Parlamentaria del Pacto de Toledo como la vía más adecuada para avanzar en la reforma del sistema de pensiones. La experiencia demuestra que, hasta la fecha, no lo ha sido. Y en un contexto en el que la duración de los Gobiernos es cada vez más corta, la fragmentación parlamentaria más acusada, la frecuencia de las elecciones más alta y, por tanto, la preocupación por el corto plazo mucho mayor que por el largo plazo, no parece que sean posibles acuerdos sobre la reforma de las pensiones entre las fuerzas políticas con representación parlamentaria.

La reforma de las pensiones requiere tener en cuenta cuestiones técnicas y restricciones económicas. Pero, sobre todo, implica costes y beneficios que se han de repartir de forma diferente entre las distintas generaciones y entre los individuos de cada generación. Partidos políticos con posiciones ideológicas muy diferentes sobre la equidad intra e intergeneracional (y audiencias electorales distintas) difícilmente podrán ponerse de acuerdo sobre como proceder a dicha distribución, especialmente en ese contexto político.

 

Lo que cada vez es más evidente es que obviar estas cuestiones y seguir apelando a soluciones ilusorias es como esconder la basura bajo la alfombra. Algún día acaba rebosando y entonces es mucho más costoso recogerla.



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