domingo, 12 de enero de 2020

Un helicóptero verde a la vista

Empezamos 2020 con renovados debates sobre políticas económicas en los que parecen detectarse tres tendencias o “consensos”. Uno es que la desaceleración económica tiene un componente estructural, mucho más importante que el coyuntural y, por tanto, podría ser permanente y requerir de otra orientación de las políticas macro (monetaria y fiscal). Otro es el protagonismo de la lucha contra el cambio climático en la agenda política (al menos en la de la Comisión Europea, con resultados que ya se vislumbran). Finalmente, la preocupación por la desigualdad también ha ganado mucho peso y con ella la necesidad de tener en cuenta aspectos distributivos en la formulación de las políticas económicas se percibe como un elemento de primer orden.

La macro secularmente estancada

El escenario de muy baja inflación y reducidos tipos de interés tiene su origen en cambios demográficos y tecnológicos. A pesar de innovaciones en el manejo de la política monetaria y aun siendo benevolentes en la valoración de la eficacia de medidas monetarias poco convencionales (quantitative easing, forward guidance), es aceptado que con un tipo natural de interés cercano o por debajo de cero (como parece ser el actual) la política monetaria no tiene mucho margen de maniobra ni potencia para anclar la tasa de inflación (y las expectativas sobre ella) en su valor objetivo. Por ello, son cada vez más frecuentes las reclamaciones de una política fiscal más expansiva que proporcione impulsos para contrarrestar la desaceleración (si bien la eficacia de la política fiscal para revertir la reducción del tipo natural de interés, que finalmente depende del crecimiento demográfico y del de la productividad, es mucho más discutible). Han surgido voces (intelectualmente  autorizadas) que piden una monetización de déficits públicos, incluso mediante transferencias de efectivo a los hogares (aquí, la teoría).  Estas reclamaciones de mayor activismo fiscal a veces se justifican también en la necesidad de realizar inversiones públicas que aceleren la transición energética, bajo el paraguas del denominado Green New Deal.

Las políticas verdes

Y parece claro que acelerar la transición energética para ralentizar el cambio climático es prioritario y urgente. De seguir con las emisiones de CO2 al ritmo de la última década, la temperatura global de la Tierra podría aumentar entre 1,5 y 4,5 grados centígrados a lo largo de este siglo, con consecuencias económicas y sociales que podrían ser gravísimas. Aun cuando es elevada la incertidumbre sobre la relación entre emisiones de CO2 y clima y sobre las consecuencias económicas y sociales del cambio climático, hay buenas razones para que se reduzcan urgentemente dichas emisiones. Dado que para ello es necesaria la coordinación internacional (las emisiones de CO2 tienen el mismo efecto con independencia del país en el que se produzcan) y que el aumento de la temperatura y, por tanto, sus efectos económicos no son los mismos en todos los países, no resulta extraño que los Gobiernos no encuentren una estrategia internacional común.

En cualquier caso, y más allá de las inversiones públicas en transición energética que puedan llevarse a cabo, para reducir las emisiones de CO2 es imprescindible aumentar el precio relativo de los bienes y servicios producidos con dichas emisiones. La forma inmediata de conseguirlo sería mediante un impuesto pigouviano, la forma habitual de corregir externalidades negativas. Esta medida, no obstante, se enfrenta a dos barreras importantes. Una es de Economía Política: cuando se ha intentado (por ejemplo, en Francia) la oposición de la opinión pública ha sido feroz. Otra es que tiene consecuencias distributivas regresivas y va en contra, por tanto, de la otra tendencia creciente en la agenda política: la preocupación por la desigualdad.

La desigualdad económica 

La desigualdad económica tiene múltiples caras. Y más allá de su evolución reciente (el mejor diagnóstico sobre lo ocurrido en España está aquí), hay dos hechos que parecen consolidarse. Uno es que la oposición de la opinión pública al aumento de la desigualdad ha crecido. Otro es que la tradicional asociación mayor desigualdad-mayor eficiencia económica está en entredicho. Incluso la eficacia de las políticas macro (monetaria y fiscal) también se evalúa mirando a sus efectos sobre la desigualdad. Por ejemplo, el impacto de la expansión cuantitativa sobre la desigualdad de renta y riqueza ha sido objeto de bastante controversia y fuente de oposición a que se siga implementando. (Por cierto, parece que, al contrario de lo que se afirma, la expansión cuantitativa ha reducido la desigualdad de renta y ha cambiado muy poco la de la riqueza). Y por lo que respecta a los efectos del gasto y de las inversiones públicas sobre la desigualdad, no siempre van en la dirección presumida.

Cuadrando el círculo: El cheque verde

En definitiva, las principales tareas para las políticas económicas son proporcionar estímulo fiscal, acelerar la transición energética para ralentizar el cambio climático y combatir las desigualdades. ¿Cómo se pueden hacer compatibles todas ellas dadas las restricciones económicas y políticas que limitan la eficacia de los instrumentos disponibles?

La implementación de un programa de inversiones públicas en transición energética es insuficiente por cuatro razones. Una es su difícil coordinación internacional. La segunda es que sería insuficiente para reducir rápidamente las emisiones de CO2, si no se complementa con un fuerte aumento en el precio relativo de los bienes y servicios que requieren de dichas emisiones (un impuesto global sobre las emisiones de CO2). La tercera es que sería una política regresiva si dichas inversiones favorecen más a los individuos de mayor renta que pueden hacer un mayor uso de ellas (como parece ser el caso). Finalmente el estímulo fiscal que pueden proporcionar dichas inversiones es limitado en un mundo globalizado y donde los multiplicadores fiscales no parecen ser muy elevados (incluso con tipos de interés muy bajos y con bancos centrales poco propicios a aumentarlos).

Hay otra manera de proporcionar estímulos fiscales y reducir las emisiones de CO2 con una medida que, además, disminuiría la desigualdad de renta. Se trata de combinar un impuesto global sobre las emisiones de CO2 con un programa de transferencias directas a los ciudadanos que les devolviera los recursos necesarios para inversiones en transición energética como, por ejemplo, la rehabilitación de edificios, la implantación de energías renovables o la renovación de automóviles por otros menos contaminantes (de forma parecida a lo que hemos propuesto para la implementación de las políticas supranacionales de empleo). Estas transferencias, además de compensar a los ciudadanos por el coste de la imposición, tendrían efectos positivos sobre la actividad económica al tratarse de inversiones muy intensivas en mano de obra, especialmente necesarias en un momento de desaceleración económica. Y siendo de una cantidad igual para todos los hogares (y mediante un cheque transferible entre ellos) tendría un fuerte carácter progresivo.

Obviamente, la implementación de este plan (impuesto global, que requiere de un impuesto fronterizo sobre los bienes y servicios importados desde aquellos países que no introdujeran un impuesto sobre las emisiones de CO2) y transferencias directas condicionadas a determinados tipos de gasto transferibles entre hogares y empresas (que requieren de supervisión) no está exenta de dificultades técnicas. Pero no son mayores que las asociadas a programas alternativos. Puestos a considerar medidas de carácter poco convencional, quizá sea el momento de modernizar y pintar de verde el helicóptero de Friedman (que, además, para volar ya no necesita emitir CO2).



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